Un peregrinaje orando por las vocaciones religiosas

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La temporada penitencial de la Cuaresma ha pasado, pero la urgencia de hacer penitencia persiste, no para reparar nuestras faltas del pasado, porque la Pascua proclama nuestra redención, pero para preparar para el futuro. La vida es un tiempo de prueba, y como dice uno de mis hermanos, un examen final nos espera.

Aunque esa consciencia es universal, es particularmente aguda en mi pueblo en Nuevo México. Es en parte el efecto de la influencia de la Sociedad Piadosa de Nuestro Señor Jesucristo el Nazareno, cuyos miembros se conocen como los Penitentes. En algunos tiempos eran notorios por sus penitencias excesivas. No obstante, ellos surgieron de una tradición más amplia.

En su libro, "My Penitente Land: Reflections of Spanish New Mexico," el franciscano fray Angélico Chávez dijo que todos nosotros somos Penitentes de algún modo, "debido a origen sanguíneo, paisaje y una larga historia de sufrimiento". Nuestra religiosidad está llena de "el espíritu y las imágenes materiales del nazareno crucificado y de la Virgen reina".

Juan de Oñate, quien encabezó la primera expedición de colonizadores a Nuevo México en 1598, se azotaba. ¿Podemos imaginar un líder nacional haciendo eso actualmente? Nuestra religiosidad también tiene raíces en nuestra herencia indígena. En la Ciudad de México, yo vi a jovencitas en rumbo a la Basílica de Nuestra Señora de Guadalupe por varias cuadras con rodillas ensangrentadas.

Pero, desde la perspectiva de fray Chávez, nuestro espíritu penitencial también es el producto del paisaje del desierto que habitamos. Jesús consideraba el desierto un lugar de purificación, porque allí fue para prepararse para su misión. En el desierto todo lo que necesitamos para sobrevivir -- agua, alimento, ambiente saludable -- es escaso. Allí más que en cualquier otro lugar, nos damos cuenta de que somos totalmente dependientes de la providencia divina.

Por eso peregrinajes son comunes en Nuevo México. A veces uno ve a un peregrino solitario caminando hacia una capilla favorita, o un grupo marchando hacia Los Álamos, donde nació la bomba atómica, orando por la paz.

Unas décadas atrás, yo participé en un peregrinaje por las vocaciones al Santuario de Chimayó, famoso desde épocas indígenas por una fuente sanadora. El santuario está en Valle del Rio Grande a unas 30 millas de Santa Fe.

Ese verano cuatro grupos de peregrinos, tres de varones y uno de hembras, de todas edades, niños de diez años, jóvenes, abuelos de hasta 60 y 70 años, caminaron 100 millas al santuario desde el norte, sur, este y oeste durante cinco días. Caminé con cada grupo por un día.

Para el segundo día, los pies de muchos estaban cubiertos de ampollas. Aunque una furgoneta acompañaba a cada grupo, nadie se rindió. Rezando el rosario, cantando himnos o meditando en silencio, ellos ponían un pie adelante del otro a un paso de tres millas y media por hora, subiendo o bajando lomas, pasando por valles secos en pleno calor de verano. El grupo cruzó la cordillera Sangre de Cristo a una altura de 10,000 pies sobre el nivel del mar.

En la noche dormíamos en suelos, en salas de parroquias, o los entarimes de madera ruda en capillas rusticas. Cuando acompañé a las mujeres, dormí en un camión y en un auto. Por todo el camino, los Penitentes y su auxiliar nos dieron ayuda y cualquier cosa que se necesitara para llegar al santuario. El entonces arzobispo Roberto Sánchez celebró la misa de clausura.

Los peregrinos me inspiraron con su fe y perseverancia, su buen humor mientras enfrentaban cansancio y dificultades, y su entrega al dolor por una causa digna.

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